lunes, 7 de abril de 2008

LA MORADA POSIBLE

Vivo en ninguna parte. Debe ser por eso que no tengo puertas ni ventanas. Debe ser por eso que cuando la tarde se apaga, una pena indescifrable me desangra el cuello. Debe ser por eso que este cuerpo tiene una pereza eterna para el sueño. Y debe ser por eso que me ha abandonado hasta la desesperanza, como si su necesidad por salvarse de las sombras fuese más urgente que la mía.

Vivo en ninguna parte y valdría lo mismo decir que mi morada son todos los rincones posibles. Y también los imposibles. A veces, cuando creo que estoy volviendo a casa y apresuro el ritmo ansioso de mis pasos cansados, siento una alegría torpe en el pecho. Alegría inútil, inservible, frágil. Una alegría que se revienta de vergüenza cuando caigo en la cuenta que voy a ningún lado y que nadie me espera en los umbrales.

Hace tiempo, mucho tiempo, que mi lecho está frío. Hace tiempo que sólo me acuesto con la muerte. Cuando por las mañanas despierto con los labios destrozados y la garganta atravesada por tu ausencia, retomo con insistencia el pensamiento inconcluso de la víspera en que te quedaste intacta y pronuncié tu nombre.

Y mientras dormitas tu incertidumbre, yo habito en los callejones y pantanos invencibles de la noche, pensando, pensándote, aguardándote con la esperanza insomne, esperando el día en que por fin llegarás, a pesar de tus desvaríos y caprichos indemnes.

Ese día en que finalmente se acabará esta vigilia inquebrantable. Ese momento en que cambiaré todos mis hogares por ese rinconcito irrepetible donde iré a buscarte en mis atardeceres, para refugiarme del mundo, para quedarnos, para ampararnos de la prisa, para detenernos a ver como pasa el tiempo por la arcilla que amasaron nuestras manos, aunque en ello se nos pase la vida.(Diciembre del 2006).

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