miércoles, 10 de agosto de 2011

LA CONTUNDENTE COCINA AREQUIPEÑA

Todo aquel que se apresta a complacer paladar y lengua, con comida arequipeña, termina persuadido por la contundente diversidad de sus texturas. No hacen falta más argumentos para saber que esta cocina merece el título de capital gastronómica del Perú. Gastón Acurio, el gurú de la comida internacional, sostuvo alguna vez que el secreto de la culinaria mistiana estaba en la fusión del mar y la puna. Porque la cocina de Arequipa es fruto del sincretismo de varias culturas, como bien lo documenta el poeta Alonso Ruiz Rosas, en su enciclopedia “La gran cocina mestiza de Arequipa”.

Reforzando esta tesis, a estas alturas ya indiscutida, Raúl Vargas, crítico de cocina y uno de los autores del libro “Arequipa, picantes y picanterías”, escribió que el arte culinario characato era producto de las vertientes recónditas que venían desde siglos atrás con las correntadas quechuas, aimaras y collaguas, a las que se sumó después la corriente española.

Y así, a fuego lento, en los fogones ardientes de las picanterías, se juntaron lo mejor de la tradición gastronómica indígena y los refinados estilos españoles, importados con la Conquista. En muchas de las preparaciones o fórmulas de la cocina arequipeña actual, dice Alonso Ruiz Rosas, hay una raíz indígena honda que ha logrado perdurar a través de los siglos.

Uno de esos atributos sobresalientes es el picante. Uno de los españoles que reparó en esta particularidad fue el padre Acosta. “La natural especería que dio Dios a las Indias de occidente, que en Castilla llaman pimienta de las Indias, y en Indias por vocablo general tomado de la primera tierra que conquistaron, nombraron ají, es lo que en la lengua Cuzco se dice uchu”. Además de los ajíes, el rocoto es otro producto fundamental de la cocina mistiana.

Pero si algo destaca entre toda la oferta gastronómica arequipeña, es sin duda su arraigada tradición sopera. Arequipa tiene un caldo para cada día. No se puede dejar de mencionar el chaque de tripas, el chairo, el timpo de rabos, el caldo blanco, la chochoca, entre otros, aunque sin duda lo mejor son los chupes, del quechua “chupi”. La obra maestra, el platillo más notable de esta variedad es el chupe de camarones, que Mario Vargas Llosa describió como un plato donde “sobresalían unos monstruos crustáceos, de cáscara rojiza y pinzas articuladas que me fascinaron”.

LAS PICANTERÍAS
La comida arequipeña nació en las chicherías, pilar fundamental de lo que años más tarde serían las picanterías. Como es de suponerse, eran lugares donde se libaba chicha, un fermentado de maíz cultivado en Characato y Sabandía. El clérigo Ventura Travada y Córdoba informó allá por 1752, que en la ciudad existían más de tres mil chicherías.

Alonso Ruiz Rosas cree que una ordenanza publicada por el virrey Francisco Toledo en 1575, durante una visita a Arequipa, impulsó la gesta de las picanterías. La ordenanza señalaba que el principal daño de la chicha era beberla en ayunas. “Armar allí todos los hornos que para todo el pueblo son menester”. Así nacieron las picanterías.

Allí se servían platillos de nombres impensados y de cándidos sabores. El Tunante, una publicación de principios del siglo XX, informaba que formaban parte del menú de aquellos años, la ocopa de camarones con loritos, picante de soldados muertos con habas, cebiche de bofes, bogas emponchadas con cachichuños, caparinas con llatan, ají de disparates o conversación de mujeres, pepián de conejos, timpusca de cecina, entre otros.

El presidente de la Asociación Gastronómica de Arequipa (AGAR), Alfonso Eguiluz Alegre, dice que ahora los platillos más pedidos son el rocoto relleno y el chupe de camarones. El adobo es un plato de consumo popular en los amaneceres dominicales. Eguiluz advierte sin embargo que hace falta moderar los tonos picantes y la abundancia de condimentos en la comida mistiana, para que tenga más aceptación en los turistas extranjeros.

A la tradición culinaria que se forjó en las picanterías, agrega Alonso Ruiz Rosas, se debe agregar el aporte de la cocina en los monasterios y en las casas. El resultado es lo que hoy reverbera en los restaurantes y picanterías de antaño, donde las ollas bullen con las sopas y chupes, mientras se abre el apetito con un solterito, un escribano o un celador de camarones, y claro, harta chicha.

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